Pero la experiencia que tuve al leer «El Gran Gatsby» como adulto fue muy diferente. Me atrevería a decir que esta lectura fue más profunda, más rotunda. Aunque la mayoría de los jóvenes admiran el amor juvenil de Gatsby por Daisy -por la posibilidad asociada a su clase económica y social, y por lo que él era con Daisy, también, en ese brillante momento- hay mucho subtexto que se hace más claro con la edad, subtexto del que Fitzgerald debió ser muy consciente cuando escribió «El gran Gatsby».
Una de las primeras grandes lecciones de mi edad adulta fue ésta: Yo cambio. A medida que crezco, mis sueños cambian, al igual que mis ideas sobre lo que puedo ser y lo que quiero durante el poco tiempo que estoy vivo. Gatsby no ha aprendido esto. Es una lección a la que se ha cerrado. Desde el momento en que conoce a Daisy, sus ideas sobre quién es, lo que quiere y lo que puede llegar a ser son inmutables. Es irónico que esté tan enamorado del momento de mayor posibilidad en su juventud, el momento en que besó a Daisy, pero su amor por ese momento ha imposibilitado todas las demás vías de posibilidad, lo ha fosilizado, lo ha sellado en ámbar, lo ha convertido en piedra: le ha permitido ver sólo una versión de sí mismo. Después de años de negocios turbios, es rico, popular, temido y respetado. En West Egg, organiza fiestas de lujo en las que el viejo y el nuevo dinero se divierten juntos. Posee los coches más nuevos y exquisitos y tiene unos modales y un vestuario a la altura de su nueva posición social. Cuando conocemos a Gatsby, ha trabajado intensamente para convertirse en el hombre que, a primera vista, la alta sociedad habría considerado un buen partido para Daisy. Y al final, esta inmutabilidad, esta ceguera al cambio, el hecho de que Gatsby pueda imaginarse a sí mismo como una sola cosa, le limita.
Es casi como si la incapacidad de Gatsby para reconocer las oportunidades de cambio en sí mismo significara que tampoco puede reconocer el cambio en los demás. Cuando vuelve a encontrarse con Daisy, sólo ve a la chica de la que se enamoró. No puede entender que ella no es la misma persona que era porque han ocurrido muchas cosas en su vida; ha estado casada durante varios años y ha tenido un hijo. La acumulación de días dedicados a amoldarse a su marido y a cuidar a su hijo de forma despreocupada la ha cambiado de la chica que era. Nick lo ve en ella, en su forma de hablar, con una «calidez fluctuante y febril». Pero el amor de Gatsby por su niñez significa que sólo puede oír la juventud en su voz, y es sordo a la edad en sus palabras. Los adultos entienden esto, intrínsecamente, marcados como están por los años, el tiempo los envuelve en capas: una cebolla que crece redonda y cerosa en la tierra. Del mismo modo, creo que ésta es la razón por la que Gatsby subestima el alcance de la malicia de Tom, y la perfidia de la clase social de la que ha luchado por formar parte.
Y ésa, quizá, era la idea más invisible para mí como joven lector: que la propia clase social que encarnaba el sueño que Gatsby quería para sí mismo se basaba en la exclusión. Que Gatsby estaba condenado desde el principio. Había nacido en el exterior; moriría en el exterior. A pesar de que yo tenía hambre de escapar de mi pequeña ciudad rural, de mis propios comienzos pobres, como adolescente sólo podía ver el anhelo de Gatsby. Era demasiado joven para saber que su anhelo se desperdicia desde el momento en que lo siente. El corazón avezado sufre por James Gatz, el niño perpetuo, el romántico detenido, atado por un momento perfecto al fracaso.
Este es un libro que perdura, generación tras generación, porque cada vez que un lector vuelve a «El Gran Gatsby», descubrimos nuevas revelaciones, nuevas percepciones, nuevos trozos ardientes de lenguaje. Lea y sea testigo de la permanencia de la historia, de su robusto corazón. Lea y dé testimonio de Jay Gatsby, que ardió brillante y audaz y condenado como su creador. Leer.