A finales del verano de 1997, dos de los actores más importantes de la aviación mundial se convirtieron en un único y tremendo titán. Boeing, una de las empresas más grandes e importantes de EE.UU., adquirió a su rival fabricante de aviones de toda la vida, McDonnell Douglas, en lo que entonces era la décima fusión más grande del país. El gigante resultante tomó el nombre de Boeing. Más inesperadamente, tomó su cultura y estrategia de McDonnell Douglas: incluso su departamento de aviación comercial luchaba por retener a los clientes.
Al informar sobre el acuerdo, el New York Times hizo una observación que ahora parece premonitoria: «El efecto total de la fusión propuesta sobre los empleados, las comunidades, los competidores, los clientes y los inversores no se conocerá hasta dentro de unos meses, quizá incluso años». Casi 20 años después, uno de esos efectos se ha convertido en la historia de la aviación del año, o tal vez de la década: el accidente de dos aviones 737 Max y la pérdida de 346 vidas, por no hablar de los costes asociados, todavía crecientes, de unos 10.000 millones de dólares.
En un choque de culturas corporativas, en el que se enfrentaron los ingenieros de Boeing y los contables de McDonnell Douglas, ganó la empresa más pequeña. El resultado fue un alejamiento de la ingeniería costosa e innovadora y la adopción de lo que algunos denominan una cultura más despiadada, dedicada a mantener los costes bajos y a favorecer la actualización de los modelos más antiguos a expensas de la innovación total. Sólo ahora, con el 737 en tierra indefinidamente, estamos empezando a ver la magnitud de sus efectos.